¿Qué nos desgarra más, el tiempo o la distancia? 

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Publicado el 2022-09-28 a las 08:18 por Javier Olivas Alguacil
Alejarse de nuestro país y de los nuestros, es distanciarse, no tanto en el espacio, si no también, y sobre todo, en el tiempo. 

Los que vivimos en el extranjero solemos obsesionarnos con la distancia que nos separa de nuestros amigos y familiares. Las largas horas de vuelo, los monótonos kilómetros a recorrer en coche, los mil y un transportes a los que subirse y bajarse para acercarse metro a metro al lugar de donde nos extirparon o huímos, o que voluntariamente dejamos atrás para perseguir nuestras quimeras. 

El espacio nos parece la dimensión contra la que luchar, el muro que franquear para tocar, abrazar y respirar una parte de nosotros que se quedó allí. Pero hay algo de lo que me di cuenta en mi última vuelta a Barcelona, y es que es el tiempo y no el espacio el que ahondaba abismos entre el yo que soy y el que era, entre los recuerdos que guardaba de los míos y las personas que en ese instante tenía delante de mis ojos. 

Son los días, las semanas y los meses los que nos van alejando. Es la falta de esa presencia constante la que nos causa extrañeza. En esta última visita, cuando volví a ver a algunos amigos a los que hacía varios años que no veía, vi de cómo el tiempo había labrado en ellos nuevos surcos (en mí también tuvieron que apreciarlos), los cambios que vi en sus fisonomías, serán también las que verán ellos en las mías, me dije. Y eso me puso delante del irremediable y cruel paso del tiempo. 

Cuando estamos en nuestra rutinaria vida, apenas percibimos los cambios en nuestro entorno. Las caras de nuestros vecinos y compañeros de trabajo, cada día se nos presentan idénticas y vivimos embalsamados en una monótona continuidad, ilusión de falsa permanencia. Pero ver a tu madre o tu hermano envejecer, pegar un bajón, te seca las venas. 

Pocos días después, tomando unas cervezas con mis amigos de adolescencia, contemplaba con estupor sus canas y arrugas, un paisaje nuevo para mí, me quedé por un momento fascinado. Te dices, joder, ahí se fueron unos años. ¿Y yo? Me bebí de un trago la cerveza.  También observaba en sus ojos la extrañeza de estar delante de otra persona, más gorda ( a veces más flaca, poco importa), con menos pelos, con más arrugas, quizás más titubeante y torpe, con algo de suerte más cultiva o serena (¿a algo hay que agarrarse no?).

Por suerte hay algo más que las carcasas, por suerte también cuenta lo que llevamos dentro dicen, la energía que nos mueve, algunos lo llaman alma (no veas el éxito del invento platónico), espíritu, lo que quieras, yo, lo veo en los ojos. Eso que creó la conexión con un amigo el primer día, es lo mismo que nos hace sentirnos cómodos de nuevo y que nos ayuda a salir de la perplejidad y la extrañeza a pesar del paso del tiempo. 

Mi último viaje me dio varias bofetadas que me escocieron unos cuantos días. Al final, me dije, ni que sea para consolarme, que era una muy buena medicina contra la insensibilidad y la indolencia en la que vivo desde mi atalaya, allí, a lo lejos. O quizás solo sea una noción, la del paso del tiempo, a la que no me veo en la obligación de meditar todos los días (por suerte para mi salud mental). O simplemente es que los años pasan, inexorables, indiferentes a nosotros. Sea como fuere, para algo ha servido ese puñetazo en las tripas: ahora no dudo un instante en decir lo mucho que quiero a los que tengo lejos.