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Lengua e identidad en la expatriación: la vergüenza de hablar mal, un espejo de uno mismo

groupe de jeunes qui discutent
thananit_s / Envato Elements
Escrito porElodie Sengel 05 Noviembre 2025

Vivir en el extranjero es, a menudo, encontrarse en la posición de quien busca las palabras. Detrás de las torpezas lingüísticas o de las vacilaciones se juega algo más que un simple aprendizaje: una auténtica desnudez interior. Hablar en otro idioma es exponerse a la mirada del otro, revelar los propios límites y aceptar una cierta vulnerabilidad. Y también, muy a menudo, significa despertar una vergüenza sutil: la de no decir las cosas “como es debido”, la de no estar a la altura.

La lengua, espejo de la identidad

Desde un punto de vista psicoanalítico, la lengua no sería solo una simple herramienta de comunicación: sería el lugar donde se construye la identidad. Desde la infancia, conectaría el cuerpo, las emociones y el mundo. Llevaría consigo las sonoridades del origen, la música de los primeros intercambios. Hablar otro idioma sería a veces perder esa familiaridad interior, esa soltura que nos daría la sensación de existir a través de la palabra. Este desplazamiento podría vivirse como una pérdida de referentes, incluso de control, y por tanto como una fuente de vergüenza. La vergüenza lingüística no proviene tanto del error como de la turbación que se experimenta al no reconocerse del todo en la propia forma de hablar.

Muchos sienten frustración al no poder expresar toda su complejidad en una lengua extranjera. Los matices, el humor, la sutileza parecen a veces escaparse. Otros, por el contrario, encuentran en esa lengua una forma de libertad: permite tomar distancia de emociones demasiado cargadas, protegerse de una intensidad afectiva. En ambos casos, la lengua actuaría como un espacio de transformación psíquica. Obliga a reformular, a buscar otras palabras, a redescubrirse de otra manera. Hablar en otro idioma es reinventar la propia forma de expresarse.

También sería aceptar perder el control. Hablar en otro idioma confrontaría con una forma de vulnerabilidad: ya no se controla todo, las palabras se escapan, las frases tropiezan. Pero esta fisura también podría abrir un espacio de libertad. Permitiría dejar aparecer una parte más espontánea, menos defendida de uno mismo. Allí donde el yo soltaría las riendas, algo del sujeto podría emerger de otra manera: más auténtico, más creativo, más conectado con su deseo.

La exigencia de hablar bien: una búsqueda de reconocimiento

La voluntad de hablar perfectamente expresaría a menudo una necesidad profunda de ser reconocido. Hablar bien sería sentirse legítimo, existir plenamente en la mirada del otro. Hablar mal es arriesgarse al malentendido, la exclusión, incluso al ridículo.

Esta tensión sería aún más fuerte en los expatriados, para quienes la lengua podría condicionar la integración. Pero también reactivaría algo más antiguo: el miedo infantil a "hacerlo mal", a decepcionar, a perder el amor o la aprobación. La vergüenza lingüística sería entonces una forma contemporánea de ese miedo arcaico.

Del lado de los padres, la vergüenza lingüística se transmitiría a menudo sin palabras. Un padre que se menosprecia cuando habla en la lengua del país de acogida correría el riesgo, a su pesar, de transmitir a su hijo la idea de que "hablar imperfectamente está mal". A la inversa, aceptar los errores, reírse de las propias dudas, seguir hablando a pesar de todo, sería ofrecer al niño un modelo de tolerancia y confianza. Aprender un idioma es aceptar ser principiante de nuevo. Mostrar esa vulnerabilidad también sería enseñar al niño que el valor de un individuo no se mide por la perfección de su sintaxis, sino por su capacidad de atreverse a crear vínculos.

¿Por qué los demás son tan exigentes?

La intolerancia ante un acento o ante errores lingüísticos traduciría a menudo una relación compleja con la diferencia. Quien juzga se protegería a veces de su propia inseguridad rechazando en el otro lo que no soportaría en sí mismo: la fragilidad, la dependencia o incluso la imperfección.

La lengua, en numerosos contextos, sería también un marcador social. Hablar "bien" puede dar un sentimiento de pertenencia o de superioridad; hablar "mal" remite a una posición de minoría. Detrás de la crítica lingüística se escondería a menudo una jerarquía implícita: la que distingue a quienes dominan de los demás, a quienes "saben" de quienes "balbucean". La vergüenza lingüística sería entonces dolorosa porque tocaría el sentimiento mismo de pertenencia.

Cómo ganar confianza al hablar un nuevo idioma

  • Acoger la imperfección: el dominio viene del juego, no del control.
  • No aislarse: hablar, aunque sea torpemente, es mejor que callar.
  • Reírse de uno mismo: el humor desarma la rigidez narcisista y devuelve el placer de hablar.
  • Preservar la lengua materna: sigue siendo un apoyo psíquico, un espacio de anclaje.
  • Rodearse de benevolencia: en la familia, la pareja o un espacio terapéutico, ser escuchado sin juicio restaura la confianza.

Habitar la propia lengua, habitar la propia singularidad

La vergüenza lingüística dice algo profundamente humano: el deseo de pertenecer y el miedo a no lograrlo. Pero la lengua no es un examen que aprobar, es un espacio que habitar. Hablar con acento, buscar las palabras, mezclar los idiomas: todo eso forma parte de la experiencia del entre-dos. Más que querer "hablar perfectamente", se trataría de aprender a hablar plenamente, con las propias dudas, el propio color, la propia historia. Porque la verdadera fluidez no nace de la gramática, sino del movimiento vivo de la palabra. Aprender a acogerse en esa imperfección es ya recuperar una forma de libertad interior. Finalmente, en un contexto de expatriación, puede ser beneficioso conservar un vínculo vivo con la lengua de origen. Consultar a un profesional en la lengua materna, incluso a distancia, permite a menudo reencontrar un espacio interior familiar, donde las palabras recuperan su densidad y su justeza emocional. Este vínculo simbólico con la lengua del país de origen ayuda a mantener la continuidad psíquica, sin importar dónde se esté y hacia dónde se vaya.

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Sobre

La psicóloga Elodie Seng, de orientación psicoanalítica, está especializada en el acompañamiento de personas expatriadas, tanto niños como adultos. Su trabajo se basa en un enfoque integrativo, lo que significa que adapta sus herramientas y referencias terapéuticas a cada persona. Este método le permite combinar diferentes enfoques para ofrecer un espacio a medida, centrado en las necesidades de cada individuo, su propio ritmo y su singularidad, dentro de un marco confidencial y de escucha atenta y respetuosa.

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